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Bilbao

(escuchando massive attack, heligoland)

el marrón ha impedido muchas cosas, pero, por suerte, el fin de semana (todavía) no se trabaja.

dicen los que estuvieron allí hace tiempo que Bilbao ha cambiado completamente. que ahora la ciudad mira a la ría y que se han abierto espacios para que la luz llegue a casi todos sus rincones. los que hemos estado después de esa transformación no podemos estar más de acuerdo. sobre los puentes que atraviesan el Nervión uno tiene la sensación de que el crecimiento de una ciudad no tiene porqué ir contra la belleza de las formas, la modernidad, la invitación a salir a la calle. este conglomerado de edificios, personas, espacio, aire y agua, tiene algo que permite pensar no me importaría vivir aquí un tiempo lo suficientemente largo como para explorar cada esquina, cada taberna, cada pequeña tienda, cada sala de cine. y no sólo por el Guggenheim y sus alrededores, uno de esos edificios que te obligan a abrir la boca para no decir nada, porque todo lo que puedas decir le hará poca justicia, sino por todo lo que significa que hayan sido capaces de construirlo y de integrarlo entre sus pasos de forma natural. que ya es mucho. porque la vida más allá de las casas y los edificios es algo que define una ciudad. y la de Bilbao te arropa. la de los propios edificios y espacios, y la de la gente que los disfruta. supongo que uno ya se ha acostumbrado a entrar en un ascensor y que nadie le dirija la palabra, a decir buenos días y que contesten tímidamente, a que la relación con muchos camareros se reduzca a mera transacción económica. y cuando se traspasa esa barrera con una sonrisa, sorprende. que gente obtusa la hay en todas partes, pero en unos sitios menos que en otros. y contemplar los bares llenos de pintxos está fuera de lugar, aunque ya de por sí es un espectáculo, porque es en las mesas y, sobre todo, en las barras, o en la calle, donde uno siente ese hormigueo necesario para continuar con vida. una gozada de fin de semana largo en la mejor de las compañías, la de su nombre con sabor de agua y la de su sonrisa de felicidad y sorpresa. además de ese aire con sabor a norte que tanto nos gusta, claro.

Amelie tiene de repente la extraña sensación de estar en total armonía consigo misma, en ese instante todo es perfecto, la suavidad de la luz, el ligero perfume del aire, el pausado rumor de la ciudad. André Dussollier, Amélie.

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