(escuchando Ben Harper, give till it’s gone)
antes de apagar el teclado, hace ya casi dos semanas, decidieron que cambiar de década era suficientemente importante como para una cata de gintonics y recuerdos y fotos y música y amigos y familia y ella, siempre ella, organizándolo todo desde el silencio. joder, cómo se puede medir todo eso en palabras que signifiquen lo que quiero que signifiquen? ese fue el pistoletazo de salida. píldoras de libertad.
nos gusta mucho tu propuesta. la puedes tener para el martes? y los dedos empezaron a echar humo, como lo hacían años atrás, cuando no había que buscar bajo las piedras del fondo del mar una forma para que los números no se tiñeran de rojo antes de la segunda decena. tensión y algo de tristeza. pero luego el teléfono dejó de tener cobertura, se desconectó internet y la televisión. y salió el sol y jugamos a la pelota con los niños en manga corta y andamos por el bosque. ellos. por fin, ellos. y uno de esos días fue el que marcaba la cuarta década. cumplir diez días después de celebrar por sorpresa es raro, lo convierte todo en un día normal. pero no es normal, porque ya lo has celebrado, ya has sentido que han pasado un montón de años y que van a pasar muchos más en casi la misma compañía. y algunas lágrimas de emoción por quince líneas escritas en una postal de un lugar que hacía tiempo que no recordaba. y más emociones contenidas que salen a la luz. gracias a millones. ya de noche, cenamos con ellas, que nos demuestran cada vez que el amor tiene todas las formas que queramos imaginar, con la sinceridad como única carta, y más gintónics y risas y algo de tristeza, pero menos que las ganas de seguir adelante que van implícitas en semejantes abrazos. y un regalo, tal vez no suficientemente agradecido con palabras, pero sí con latidos, lo prometo. luego reapareció la tecnología en forma de tres dimensiones en una pantalla enorme y una película sencilla. desde la butaca de al lado, sentado en el alzador, él dice sin gafas no se ve bien, papá. y se las vuelva a poner con las ganas del que no quiere que se termine nunca el espectáculo que está contemplando. y, aunque las pantallas también hablaron de trabajo y los dedos volvieron al ajetreo del código, el mundo seguí girando, ajeno. así que, a la espera de acontecimientos, subirse a la montaña rusa y al látigo y al scaléxtric y a un montón de atracciones con ellos fue un placer en el que nos volvimos Peter Pan para acompañarles. incluso a los más pequeños. luego, al final de la tarde, Jana decidió que ya era momento de dormir entre mantas y comer del pecho de su madre y sentir su piel y acurrucarse en los brazos de su padre y dejar a su hermano con esa sensación expectante de que todo está por venir, pero aún no sé muy bien qué. nosotros, desde el otro lado de la minúscula cuna, le sonreímos y le decimos, bajito para que no se despierte, hola, preciosa, bienvenida. y los niños la miran y entre curiosos y emocionados, contagiados por los ojos brillantes de los que sentimos que las luchas, como mejor se ganan, es en silencio y con el corazón palpitando. lo siento, pero ahí va: jódanse señores que dijeron que esto nunca pasaría, jódanse con todas las letras. porque lo celebramos con burbujas y risas y una gran comida y los abuelos felices. tanto como nosotros. tanto como yo, por tener a una niña que hace que todo lo escrito sea minúsculo cuando la pienso y con la que las piezas del puzzle encajen, aunque haya días que se den la vuelta, aunque haya silencios y miradas. el agua me dio su nombre y yo le regalé los latidos. qué fácil es hacer cosas que te hacen ser feliz cuando tienes tiempo y ganas y alguien con quién compartirlas. uf, qué vorágine emocional.
eso es Nunca Jamás. Johnny Deep, descubriendo Nunca Jamás.