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microcuentos

lejos

(escuchando wye oak, if children)

basado en una columna del magazine del domingo pasado de la que no recuerdo ni el nombre ni el autor.

la mujer salía del café con su hija. las dos llevaban guantes, bufanda, gorro de lana y un abrigo grueso. en la calle, hacía un frío que pelaba. no le sorprendió verlas juntas. era una mujer casada y feliz, a pesar de que hubo un tiempo en el que no fue tan feliz. desde la esquina, las miraba, buscaba cualquier indicio que le hablara de sus estado de ánimo, de sus ganas, de si eran felices o no. durante años había estado siguiéndolas. conocía sus rutinas, los sitios que visitaban, el nombre de sus amigas, de sus amigos, los altibajos de sus relaciones. lo sabía todo de ellas. ella, la hija, no sabía ni que existía. ella, la madre, casi ni recordaba lo poco que le pudo conocer. hacía más de veinte años que había tenido un par de noches de sexo con él. han sido horas bajas, le dijo la última vez que se vieron. por eso decidió cortar. él se había enamorado platónicamente, pero aceptó su decisión. luego empezó a seguirla. al principio, lo hacía a la espera de que volvieran las horas bajas. pero se quedó embarazada al poco tiempo y tuvo una hija. no iba a dejar a su marido. ahora no. pero nunca tuvo la menor duda: era su hija. se parecía demasiado a su hermana cuando era pequeña. pero nunca dijo nada. sólo cambió su forma de verla. ahora ya no buscaba volver a su lado, sólo quería estar ahí por si pasaba algo. una especie de protector en la sombra, como en una novela del siglo diecinueve. la seguía por amor imaginado, por pasión antigua. y era feliz a su lado, lejos. luego empezó a seguir a la hija, a interesarse por sus estudios, por la carrera que elegiría (era abogada) y por si le iban bien las cosas. pero la crisis, esta maldita crisis que todo lo puede, había obligado al bufete a hacer recortes. y ella se quedó en la calle. de eso hacía ya un año y medio. y aquella niña, su hija, estaba perdiendo el rumbo. tenía que hacer algo.

me gusta como bailas. Gwyneth Parltrow, grandes esperanzas.

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cardiología

funeral

(escuchando the bad plus, for all i care. qué buenos son, qué buenos)

fue un funeral pequeño. los congregados llenaban algo más de la mitad de la iglesia del barrio en el que había vivido hasta hacía unos días. la iluminación del altar resaltaba sobre el resto del interior del edificio, como si fuera un escenario listo para representar una obra de teatro. había muerto una tía de su madre, una persona valiente, que se enfrentó a los principios de su época para hacer lo que quiso hacer. fue comadrona y tenía una pequeña consulta en su casa. a él, a su hermano y a todos los de la familia, les había puesto inyecciones, tomado la tensión y hecho las veces de enfermera particular. eso, en los tiempos en los que cualquiera puede acceder a toda la información del mundo desde un teléfono del tamaño de una tarjeta de visita, no tenía ningún misterio, pero en los años en los que los mandatos de un dictador gobernaban el país, era un logro, un gran paso, una rebeldía casi punible. era una mujer fuerte, inteligente, culta, con unas ideas un tanto anticuadas en ciertos aspectos, todo hay que decirlo, y muy mala cocinera. o eso era lo que recordaba él de sus estancias en su casa. pero los últimos años había perdido a su marido, una de las personas más entrañables, divertidas y vitales que había tenido el placer de sentir, y se había mudado a una residencia. allí, el tiempo pasaba despacio, como marcado por otro metrónomo. y allí había ido apagándose, tranquila, sin sobresaltos. el cura empezó la misa y se puso a cantar, siguiendo los más tradicionales protocolos. de nuevo, iba a ser un funeral impersonal, por costumbre. pero luego se puso a hablar. y no era que dijera nada nuevo, era, simplemente, que el lenguaje que utilizaba era el de un hombre que habla sin protocolo, como si estuviera argumentando con un amigo. y eso hizo que no resultara un acto tedioso. miró a su alrededor. la vida de alguien admirable había terminado. sus hijos, sus nietos, su cuñado, su hermana, sus sobrinas, todos los sabían y sentían aquella pérdida. una pérdida esperada, pero no por ello menos triste y menos vacía. por qué no había hablado más con ella? por qué no le había hecho más caso estos últimos años? por qué no le había presentado a sus hijos? ninguna de las preguntas tenía una respuesta satisfactoria, ni con la suficiente solidez como para dejar de sentirse mal por ello. no había nada que ahora pudiera hacer. recordarla, eso era lo único.

veintiún gramos gramos el peso de cinco monedas de cinco centavos, el peso de un colibrí, de una chocolatina. cuánto pesan 21 gramos? Sean Penn, 21 gramos.

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cardiología

final

(escuchando Brad Mehldau trio, house on the hill)

supongo que, al final, lo que pasó fue que, de tanto erosionarla, terminó por quedar sólo en la memoria. hay gente con la que las relaciones no pueden erosionarse, porque, si lo haces, desaparecen. otra, sin embargo, apenas necesita de cuidados, porque funciona sobre la base de que no se es más por comunicarse más veces, sino por querer más o menos. con ellos o ellas, es suficiente con un correo o dos de vez en cuando, con algún ese eme ese cada cuando te acuerdes de que ese día no era su cumpleaños, pero te gustó el disco que estabas escuchando y sabes que a él o a ella, también. esas son las mejores, las de verdad, las que te saben y les sabes, las que son porque tú eres así y porque ellos son así. así que, podríamos decir que lo que pasó fue que no era tan como parecía. aunque el contacto era continuo y su nombre sonaba en casi cada conversación. tú no eres amigo, me dijo una vez, tú eres familia. uf, pues casi prefiero ser amigos, oye, que los amigos no se piden tantas explicaciones.

me doy cuenta que estoy tan emocionado que apenas puedo quedarme quieto y pensar claramente. creo que es la clase de emoción que sólo puede sentir un hombre libre, un hombre libre que comienza un largo viaje de final incierto. espero cruzar la frontera, espero ver a mi amigo y darle un abrazo, y que el pacífico sea tan azul como siempre he soñado. y espero nunca más perder la esperanza. Morgan Freeman, cadena perpetua.

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cine

charla

(escuchando Alice Russell, my favourite letters)

algunas películas quedan. pase lo que pase. aunque sea mucho tiempo.

no sé porqué vuelvo. no tiene mucho sentido volver después de ocho años o casi nueve. volver a un lugar que ya no existe. sigo haciendo cosas sin pensarlas demasiado, sin medir las consecuencias. más o menos como vos. las leyes de la genética no fallan, diría mamá. cuando le dije que me venía me miró como si estuviera enfermo. deformación profesional, supongo. pero no hizo preguntas. entendió menos cuando le dije que volvía mañana, que ni siquiera me iba a quedar una noche. entendió menos o entendió todo, con la vieja nunca se sabe. para qué voy a gastar guita en un hotel? el micro llega por la mañana temprano y se va a las diez de la noche. tengo doce horas hasta Buenos Aires para apolillar y casi todo el día para pedalear unos cuantos kilómetros. y tratar de saber por qué vine. turista no soy, los paisajes no me emocionan, de la gente conocida no queda casi nadie. amigos, ninguno. a lo mejor vengo para hablar un rato con vos, para contarte algunas cosas que me pasaron, para decirte lo que pienso hacer. estoy en una edad de mierda en la que estás obligado a tomar decisiones, y, justamente, lo que menos tenés ganas de hacer es tomar decisiones. no te preocupés, no vuelvo para saber quién es mi padre, para conocerte realmente, ni para descubrir tus zonas oscuras. no va por ahí la cosa. siempre fuiste un tipo transparente. sólido como una pared, pero transparente. y, si a veces no te entendía, no era culpa tuya. no era culpa mía tampoco. era muy chico para algunas cosas. cuando empecé a entender cosas de los mayores era porque, sin darme cuenta, había dejado de ser chico. a lo mejor vine para acordarme bien de todo lo que pasó aquel invierno. me gustaría conocer tu versión, yo conozco sólo parte de la historia. algunas cosas las viví, otras las escuché o las espié. a lo mejor vine porque me di cuenta de que se me estaban borrando y me dio bronca. no se puede ser tan imbécil. hay cosas de las que uno no puede olvidarse, no tiene que olvidarse. aunque duela.

Mariano Ortega, un lugar en el mundo.

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cardiología

aclaración

(escuchando phoenix, Wolfgang Amadeus Phoenix. toma ya, grupo chulo. gracias, Alfonso)

sólo un apunte para aclarar algunas dudas. todo el silencio que pinta con brocha estos últimos días, o quizá ya semanas, no es por falta (de ganas), sino por exceso (de clicks, de código, de órdendes, de cambios, de versiones, de temperatura corporal, de anginas, de píxeles, de rénders de vídeo, de tápers frente a la pantalla, de discos y discos sonando en silencio, de malas noches) que provoca disminución (de fuerzas, de ideas, de movimientos de glóbulos rojos y blancos, de horas de sueño, de buenas historias, de emociones, de finales, de principios, de novedades) y aumento (de estrés hasta que escinco, de nervios, de hambre, de necesidad de vacaciones) a la par. así que gracias por su paciencia.

volveremos a vernos. Russell Crowe, gladiator.

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cardiología

factura

(escuchando Norah Jones, the fall. oh, grata sorpresa)

se levantó como si le hubieran pasado por encima una manada de elefantes. la nariz taponada, los huesos doloridos, y las manos viejas y cansadas. la cabeza había aumentado de peso unos cinco o seis kilos, y el cuello se sentía incapaz de sostener semejante envergadura. los ojos le lloraban y el aire parecía no querer entrar en sus pulmones. el peso del trabajo sin descanso y sin un respiro, ni siquiera uno diminuto, le habían pasado factura. eso y algún virus que planeaba por la habitación con ganas de quedarse en el cuerpo de un pobre despistado, con las defensas hundidas bajo los números rojos. por suerte, un batallón de aerosoles y pastillas y jarabes contra la tos, llegaron en su ayuda, siguiendo órdenes estrictas dictadas desde el punto de acción contundente. eso, y el cuidado certero y calusoro de las manos en casa. y pudo volver a despertar sin hundir la cabeza en la almohada otra vez a la primera bocanada de oxígeno. y pudo continuar con su actividad diaria. que le esperaba, vestida de marrón, escondida en el disco duro del servidor.

sin lugar a dudas, me había curado. Malcolm McDowell, la naranja mecánica.

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cine

espera

(escuchando, King Britt, sister Gertrude Morgan)

Adéle: puede que no me merezca nada mejor. debe de estar escrito en algún sitio, no sé dónde. hay gente que ha nacido para ser feliz, y a mí todos los días de mi vida me han engañado. todo lo que me prometieron, me lo creí, pero nunca he conseguido nada. no sé hacer ninguna cosa, no le importo a nadie. no soy feliz. ni siquiera soy realmente desgraciada, porque seguro que te sientes desgraciado cuando has perdido algo, pero nunca he tenido nada mío, sólo mi mala suerte.
Gabor: cómo se imagina el futuro, Adele?
Adéle: no lo he pensado. cuando era pequeña sólo deseaba una cosa: crecer. quería que sucediera deprisa, pero ahora no sé para qué ha servido todo esto. no sé para qué. hacerme mayor. el futuro es… es como una sala de espera, como una gran estación con bancos y corrientes de aire, y detrás de los cristales un montón de gente que pasa corriendo, sin verme. tienen prisa. cogen trenes, o taxis. tienen un sitio a donde ir, alguien con quien encontrarse. y yo me quedo sentada, esperando.
Gabor: qué espera, Adele?
Adéle: que me ocurra algo.

Vanessa Paradis & Daniel Auteil, la chica del puente.

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cardiología

postal

(escuchando Hiromi, beyond standard, que hay que empezar a ir haciendo boca)

el reverso de la postal en blanco. te marchaste de viaje hace ya algún tiempo, pero tienes ganas de volver. sientes que has fallado en algunas de las cosas que te impulsaron a irte, aquellas que tenían una solución más allá de tus fronteras. pero en muchas otras has crecido. sentiste que la imaginación se apagaba, que las carcajadas habían desaparecido de tus horarios, que hubo cosas más duras de las que esperabas y cosas más sencillas de las que jamás soñaste. desde el bar, miras por la ventana. llueve. la mochila descansa en la silla contigua a la tuya. está sucia, cansada, llena de remiendos y agujeros. está pidiendo a gritos que regreses. pero, debes regresar? has conseguido lo que te proponías? has desvelado todos los secretos del funcionamiento de los tiempos pasados, de cuando todo era fácil y hablabas por los codos y te reías un montón y terminabas las noches con una sonrisa? has encontrado la solución a todo aquello que buscabas? no, no lo has hecho. y, sinceramente, creo que nunca lo harás. porque no hay solución que encontrar, ni viaje más emocionante que el que te espera en casa, en tu casa, en la que has construido sudando y riéndote y saltando y llorando y muriéndote un poco y dejándote la piel en cada maldito ladrillo. no hay nada más que buscar. las cosas cambian, la vida cambia, la gente cambia, y tú pretendías no hacerlo? nada es mejor ni peor. la única forma de continuar es aceptar lo que has encontrado y dejarte la piel en ello. miras por la ventana del bar. sabes que el viaje de regreso será largo. pero lo has decidido. envías la postal a casa. i’m on my way.

sólo cierra los ojos, pero mantén tu mente abierta. Anna Sophia Robb, un puente hacia Therabitia.

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microcuentos

ego

(escuchando vvaa, little music psichedellic collection, vol. 15)

las palabras quedaron ahí, flotando en el aire, como suspendidas en el bocadillo de un cómic. sabía que no las había usado como debería. sabía que había caído en la única tentación en la que no debía caer, el ego. la respuesta no se hizo esperar y sonó como suena el silencio cuando no hay nadie al otro lado. por favor. no ahora ya no hay por favor, ahora ya no vale de nada pedir por favor. el único error en el que no debía caer. luego dejó que su cuerpo rebotara contra el colchón del sofá. y se hundió en el aire vacío que le había dejado.

César: a ver, cómo quiere que se lo cuente? no lo iba a entender. no lo entiendo ni yo. ella se puso a hacer café, y yo empecé a cotillear en sus cosas. y, de repente, sentí esa estupidez que por lo visto le da a mucha gente.
Antonio: qué sentiste?
César: que la quería. Dios, me da vergüenza hasta decirlo.

Eduardo Noriega & Chete Lera, abre los ojos.

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por la red

resumen

(escuchando matti, amumu)

en el pueblo, todo el mundo conocía sus rencillas. llevaban años insultándose, metiéndose el uno con el otro, acusándose de cualquier robo, accidente o desgracia que ocurriera en las calles de aquella pequeña aldea. nunca habían llegado a las manos, pero tal vez lo deberían haber hecho. el odio que se tenían el uno al otro, era mucho más cansino que si una mañana hubieran salido a la plaza a darse de puñetazos hasta que cayera el sol. incluso hasta que volviera a salir. todos sabían que, en el fondo, no ganaría ninguno de los dos. porque ambos tenían la fuerza suficiente como para seguir peleando durante semanas a bofetada limpia. pero siempre hubiera sido mucho más eficaz. porque se hubieran dado cuenta de que, en realidad, esa absurda pelea era un callejón sin salida ni resultado. aunque eso eran sólo teorías, ya que nunca iban a reventarse la nariz con los nudillos, ni a romperse las costillas a patadas (eso era un acto visceral y ninguno de los dos tenía valor suficiente como para terminar con esa contienda), sino que continuarían insultándose, acobardados, escondidos tras los muros de sus casas. unos insultos que, supuestamente, les hacían más fuertes, mejores, más inteligentes, y, sobre todo, servían para que los habitantes del pueblo se decidieran por uno u otro bando. pero había llegado un momento en el que al pueblo le daba igual. con el paso de los años, la novedad de un enfrentamiento dialéctico se había convertido en una rutina aburrida y sin contenido. los seguidores de uno u otro bando se fueron haciendo amigos y prefirieron irse al bar a jugar a futbolín o a las cartas. les veían al pasar, les escuchaban dos minutos o ninguno y seguían su camino. caminaban a su lado un rato y luego dejaban que se perdieran por su cuenta. días, semanas, meses, años. al final, con el tiempo, sólo les apoyaban los que se lucraban de aquella pelea, los corredores de apuestas, los prestamistas, los vendedores de merchadasing. años después, eran solamente dos figuras que daban manotazos al aire e despotricaban sobre las maldaddes del enemigo. por lo menos, servían de atractivo turístico, pensaban algunos de los que aún les sacaban tajada. pero ellos dos, completamente solos, uno a cada lado del pueblo, subidos a sus podios, insultando al contrario para una audiencia invisible, se dieron cuenta de que estaban solos. completamente. así que dejaron sus megáfonos y abandonaron.

Zelig ha dejado de ser un camaleón para ser, al fin, él mismo. sus puntos de vista sobre política, arte, la vida y el amor son honestos y espontáneos. aunque su gusto pueda describirse como de vulgar, es el suyo. finalmente, es un individuo, un ser humano. ya no abandona su identidad para formar parte de algo seguro e invisible que le rodea. Patrick Horgan, Zelig.