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microcuentos

consejos

(escuchando pearl jam, rearviewmirror)

le habían dicho que era un chico muy imaginativo. o eso era lo que le decían constantemente. eres demasiado imaginativo, tienes que tener los pies en la tierra. piensa en lo que quieras, le recomendaban, pero no ten siempre en cuenta que tienes que vivir pegado al suelo. al crecer, el discurso cambió a órdenes. sé realista, por Dios, no puedes pasarte el día soñando. no puedes. era lo que más le repetían. pero sí podía. de hecho, era lo que hacía constantemente. su cabeza iba mucho más allá del suelo y, en ocasiones, le hubiera encantado que se llevara su cuerpo con ella. iba a lugares en los que nunca antes había estado nadie. estaban llenos de gente, de animales, de construcciones, de cosas, todas creadas por sus desbordantes neuronas que, gracias a una pasión impensable en otro ser humano por el ritmo de su corazón, mostraban una pasión realista en cada uno de los paraísos que creaba. cómo podía llegar a ellos era un misterio para todos los que le rodeaban. pero lo hacía. en la ficción, claro. porque, en la realidad, era becario en una empresa de exportación de piezas de ferretería y se pasaba las horas clasificando tornillos y tuercas, lo cual, todo sea dicho, le había permitido crear un mundo mecánico en el que todo funcionaba con la fluidez de un reloj suizo (qué tendrán los relojes suizos que no tengan los canadienses, por ejemplo?). hasta que se cansó. al salir de su cubículo, se fue a una ferretería (qué ironía) y compró varios metros de cuerda de cometa. en casa, las cortó en trozos de dos metros y los ató a todos los lomos de todos los libros que había leído, de manera que las páginas se pudieran abrir sin dificultad. salió a la terraza, puso los libros en un montón, agarró todos los cabos y esperó. a los pocos segundos, los libros empezaron a mover sus páginas como si fueran pájaros y se fueron elevando, primero tímidamente, luego con energía. hasta que lo levantaron sobre los tejados del pueblo. su imaginación se había puesto a volar con los libros.

hasta el infinito y las allá. Tim Allen, toy story.

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microcuentos por la red

pose

(escuchando Cliff Martinez, bso drive)

basado en el cortometraje página 23, visto en el blog vecindad gráfica.

él estaba sentado en un taburete alto, frente a la isla de la cocina, con el portátil de la marca de la manzana en frete. sonreía con los dientes blanqueados, iluminado por la lámpara de media esfera plateada que colgaba justo sobre la trituradora. ella estaba de pie, junto a la vitrocerámica de diseño, la campana de diseño, la estantería de diseño llena de libros de lomos de diseño, con uno de esos libros en la mano, con cara de qué interesante es todo esto. no estás cansado de estar aquí?, le preguntó ella. él, casi sin inmutarse y sin mover los labios contestó es nuestro trabajo. ya sé que es nuestro trabajo, pero no estás cansado de estar aquí? había dejado su postura forzada y ahora balanceaba el libro de derecha a izquierda y se movía por la cocina del catálogo de la tienda de muebles con soltura. yo no tengo queja, dijo él. tengo este magnífico ordenador y esta preciosa lámpara. pues yo estoy harta. pero, y tu libro, no es interesante? mi libro? le dio la vuelta y le enseñó las páginas en blanco. quiero salir de aquí, gritó ella. cállate, que nos van a mirar, advirtió él casi susurrando. ambos volvieron a su pose inicial. alguien había cogido el catálogo y lo estaba hojeando. al pasar por su página, la dieciocho, se detuvo unos instantes. durante ese lapso de tiempo, ellos no respiraron. giró la página. pues yo ya no puedo más, dijo ella, me voy. pero qué haces?, cómo te vas a ir? adiós, fue lo último que escuchó. fue saltando de página en página. siempre le habían dado rabia los de la página catorce, una familia que jugaba con sus hijos. se detuvo y gritó. los niños se pusieron a llorar. ella cambió de página una vez más. hasta que llegó a la portada. intentó salir, pero no lo consiguió. caminó por el lomo y cayó al suelo. se quedó sentada junto al montón de catálogos de la entrada de la tienda de muebles. nadie pareció extrañarse. atravesó la puerta de cristal y sin decir una palabra. la chica que trabajaba en el mostrador, atendiendo a los clientes, la vio marcharse. descolgó el teléfono y marcó el cero. oye, que tenemos otra deserción. sí, la chica de la página dieciocho. sí, luego dicen que no hay trabajo. ya, claro. bueno, pues eso, que hay que buscar a alguien ya.

que se jodan Nota, vamos a la bolera. John Goddman, el gran Lebowski.

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microcuentos

vigilancia

(escuchando Ben Harper, give till it’s gone)

llevaban meses esperando a que saliera de su apartamento. aquel sospechoso parecía poder subsistir entre cuatro paredes. qué comía? con quién hablaba? qué hacía para vivir? cada dos días cambiaban el coche y aparcaban en otro sitio, para no levantar demasiadas sospechas, pero se pasaban las horas sentados, mirando a través de los cristales, su puerta y sus ventanas, escrutando cualquier indicio de movimiento que les diera una nueva pista sobre sus actividades. la pareja de agentes, un hombre de unos cuarenta y largos, de poco pelo, bebedor empedernido de café y amante de la bollería industrial, y una mujer de unos años menos, con cara de pocos amigos, gafas de montura fina y pelo rizado, adicta las noticias judiciales de los periódicos, escuchaban la radio y hablaban poco. cuando les mandaron la misión, se sintieron un poco defraudados. tanto tiempo en el cuerpo para esto. una vigilancia siempre era aburrida, y más si se trataba de hacerla sobre un tipo del que sólo tenían referencias y que las investigaciones no apuntaban más que a conjeturas y retales de información unidos con alfileres. y peor aún si tenían que hacerla con alguien con quien no se llevaban especialmente bien. pero había que pasar el tiempo. de vez en cuando, él le miraba las piernas y las manos, que ojeaban las páginas con soltura. ella, por su parte, no podía apartar la imaginación de su cuello y sus hombros, siempre resguardados por ropa demasiado gruesa para su gusto. había días que las horas pasaban deprisa, casi sin darse cuenta. otros, el reloj parecía haberse detenido en el interior de aquel coche familiar, hoy granate, mañana verde botella, que no tenía nada de especial, simplemente estaba ahí. era una calle transitada, con suficiente tráfico de gente y vehículos, como para que nadie sospechara nada. una tienda de licores, un quiosco de prensa y revista, dos comercios asiáticos, tres bares y un par de tiendas de ropa, hacían la espera mucho más llevadera. voy a comprar un periódico, quieres algo?, preguntó ella. él sólo la miró. se hizo un silencio denso. incluso la radio parecía haber dejado de emitir. en el momento en que el sospechoso salió de su casa, con una bolsa de deporte colgada a la espalda, ellos estaban revolcándose en el asiento de atrás.

él era tan duro y romántico como la ciudad que amaba. tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería. Woody Allen, Manhatan.

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microcuentos

principio

(escuchando elastica, elastica. qué pasó con este magnífico grupo?)

estuvo esperando un buen rato. primero de pie, como si acabara de llegar, con ese aire de coincidencia casual interesante, que no le da importancia a cosas como acudir a aquella cita. luego, apoyó la espalda en la pared, con la planta del pie derecho haciendo de tope. tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta y tocaba el paquete de cigarrillos una y otra vez. quería encenderse uno, pero no quería hacerlo demasiado pronto, para que le diera tiempo a que le encontrara cuando ya se hubiera fumado más o menos la mitad, así no creaba tensión si se lo terminaba mientras hablaban y compraban las entradas o si lo tiraba al suelo y entraban directamente. le daba vueltas con los dedos y jugaba con el celofán, sin sacar la cajetilla. se imaginaba el crujir del papel, que quedaba ahogado por el incesante tráfico. se imaginó a sí mismo con el cigarrillo entre los labios. quedaba bien. sacó la cajetilla y sacó uno. se lo encendió, cubriendo la llama con la mano para que el aire no la apagara. fumó unos minutos. volvió a ponerse de pie y dio varias vueltas mirando los carteles de las películas. y si cambiara de película? pensaba despacio, pero con todos los sentidos puestos en el final de la calle. escribió nueve combinaciones distintas de conversación en la que le proponía un cambio de última hora. y si entraban a ver algo completamente distinto y se convertían en dos más entre la multitud de consumidores de cine comercial? y si era lo que le gustaba? escrutó todas las posibilidades que se le ocurrieron para no caer en el saco de los sin criterio o saltar, por el contrario, de cabeza al de los intelectuales insufribles. la línea los separaba era muy fina. estaba empezando a preocuparse. se quería sentar en el escalón de la entrada, pero daría una imagen demasiado dejada. además, el mármol seguro que estaba frío. miró el reloj. ya pasaba casi la media hora de tiempo prudencial antes del inicio de la sesión. estaba a punto de comprar las entradas. ahí estaba. llegó deprisa. se besaron en la mejilla. sólo un beso. perdona. no pasa nada. ya tienes las entradas? no, ahora iba a comprarlas. llegamos a tiempo, no? sí, un poco justos, pero sí. genial, qué ganas tengo de verla. y yo. se tranquilizó.

si siempre nos guiamos por las opiniones ajenas, para qué tenemos las propias? Helen Hunt, a good woman.

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microcuentos mundo grúa

reunión

(escuchando Hiromi, another mind)

nadie se había metido con ella. nadie le había dicho nada. por lo menos, en la hora y media que llevaban de renuión en el café. todo había transcurrido como siempre transcurrían estas situaciones en los últimos meses. era un encuentro de trabajo en el que se exponían los pros y los contras de una u otra forma de poner en marcha el proyecto. a su alrededor, clientes del café que iban y venían. unos hablaban, otros leían el periódico, otros se aferraban al teclado de sus portátiles como si les fuera la vida en ello. sólo una mujer no hacía nada. estaba sentada sola, con una taza de café vacía sobre la mesa. no miraba a ningún sitio, no escuchaba las conversaciones ajenas, ni movía la cabeza para escrutar las expresiones ajenas. simplemente, no hacía nada. hasta que lo hizo. se levantó muy despacio y sin hacer ruido y abrió los brazos en el mismo sitio en el que había estado todo ese tiempo. el café se quedó en silencio, expectante, mirándola. la mujer abrió la boca y gritó. lo hizo con todas sus fuerzas y durante más o menos quince segundos. era un grito monótono y sin altibajos. luego se calló. bajó los brazos, pagó la cuenta y se marchó sonriendo. durante todo ese tiempo, nadie dijo absolutamente nada. ni siquiera el camarero cuando le cobró el café. aproximadamente cinco segundos más tarde, el murmullo volvió al local como si no hubiera ocurrido nada.

Si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en el hoy. Garance Le Guillermic, el erizo.

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microcuentos

ronda

(escuchando Lucia Micarelli, music from a father room)

maldita sea, me tenía que tocar a mí. ciento veintisiete, te toca salir. la maldita ronda. por qué tenemos que seguir haciendo la ronda? ya sabemos que la cosa esta jodida, que los robots siguen campando a sus anchas por lo que queda de ciudad, y que no tenemos opción contra ellos. si te encuentras con un robot, corre. esa es la premisa. y si alguna vez piensas en hacerte la valiente, haz un repaso de los nombres de los que ya no están. el capitán lo tiene muy claro porque él no hace rondas. no ataques, sólo corre. y esquiva como puedas sus disparos, claro. pero si no les atacamos, cómo vamos a saber de qué se alimentan y cómo destruirlos? ese no es tu trabajo, pequeña. deja pensar a los mayores. los mayores. su superioridad de machito egocéntrico me saca de quicio. y luego se sientan en un despacho a beber y fumar los pocos cigarrillos que quedan en el planeta. un cigarrillo, daría lo que fuera por un cigarrillo… eh, qué ha sido eso? algo se ha movido detrás de esas ruinas. eso es el Parlamento? joder, sí que he llegado lejos, no tendría que haber llegado hasta aquí. el jefe se va a cabrear. pero ahí atrás hay algo. se ha vuelto a mover. parece un brazo de robot. pero los robots no son tan grandes. qué cojones es eso? tengo que acercarme. menos mal que la semana pasada solucioné lo de los amortiguadores de los zapatos. con tantas ruinas es imposible pasar desapercibida si tienes los amortiguadores jodidos. un poco más cerca. mierda, es un robot. un robot gigantesco. nunca había visto uno tan grande. con un robot como este, tendríamos que emplearnos a fondo para cargárnoslo. hostias, hay cientos. esto no tiene buena pinta. van a destrozarnos. tengo que avisar al jefe.

Westley: la batalla de ingenio ha comenzado. y acabará cuando escojáis y bebamos. sabremos quien ha acertado y quien ha muerto.
Vizzini: eso es muy fácil. lo único que debo hacer es deducirlo por lo que se de vos. si sois la clase de hombre que vertería el veneno en su copa o en la de su enemigo.

Cary Elwes & Wallace Shawn, la princesa prometida.

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arriba

(escuchando BB King, one kind favor)

a cada paso que daba, el aire se iba enfriando. su cuerpo semidesnudo contestaba la altura con un inusual número de poros en estado piel de gallina. los escalones parecían no tener fin ni principio. desde que había empezado a subir, el nudo del estómago se iba apretando cada vez más y ese pánico a las alturas se convertía en un peso sobre sus hombros que no era capaz de saber si soportaría o no. pero tenía que soportarlo. si superaba aquella prueba, dejaría de ser un gallina para siempre y nunca más se sentiría inferior ante nadie, ante nada. lo peor era que había esperado tanto para dar el paso que ahora le parecía todo mucho más complicado de lo que en realidad era. porque, en realidad, el acontecimiento no tenía nada de especial. muchos eran los que lo habían intentado antes y lo habían conseguido sin ningún problema, sin consecuencias que dos cañas y unas risas no pudieran superar. así que se había armado de valor y se había decidido. ahora era el momento. continuó subiendo sin mirar más que a sus propias manos agarrando la escalera. hasta que no hubo más escalera. se sentó en lo más alto y respiró para tomar aire. ya había pasado la primera fase. ahora quedaba lo más difícil. poco a poco, se fue incorporando y acercando al borde. allí arriba no hacía tanto frío como había pensado y eso le dio ánimos. miró hacia adelante y vio la ciudad al fondo. el rumor de la gente se fue disipando. estaba decidido. iba a saltar. comprobó que llevaba el bañador perfectamente atado. miró hacia abajo. la piscina no estaba tan lejos.

nidos tepentes absilunt aves, saltan las aves del calor de los nidos. libertas viorum fortium pectora acuit, la libertad estimula el espíritu de los hombres fuertes. Fernando Fernan-Gómez, la lengua de las mariposas.

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ley

(escuchando Hiromi, beyond standard)

era el mejor de los trapecistas. sus acrobacias sin red corrían de boca en boca, de pueblo en pueblo y de país en país. el circo lo anunciaba a bombo y platillo, y él, el pequeño hombre pájaro, como le bautizaban en los carteles, se dejaba querer. sin alterar ni un ápice su diminuto mundo real, volaba mucho más allá que cualquier otro ser humano. saltaba de un trapecio a otro con tanta facilidad, que parecía que sus manos fueran sólo una parte más de aquellas barras de madera a las que confiaba la vida en cada salto. la vida. es mucho para jugarse en un trabajo, le decían sus conocidos. pero él contestaba que esa era la única forma de realizar el número. que si tuviera un seguro o una red, sería igual que si saltara sobre un colchón en el suelo. su trabajo era así, y él y sólo él podía decidir si hacerlo o no. esa era siempre su última palabra. hasta que el gobierno decidió prohibir ese tipo de números. desde aquel día, todo ejercicio circense debía tener una red de seguridad. sobre todo, los que se realizaban en el aire. el trapecista sintió la noticia como un mazazo en su historia. todo lo que había estado haciendo durante tantos años se quemaba en un incendio devastador. aún así, no protestó, ni se enfadó, ni pataleó. simplemente, continuó haciendo lo único que sabía hacer: saltar de un trapecio a otro realizando piruetas físicamente imposibles. pero allí arriba, el alma no sabía qué camino seguir. no se jugaba nada, no había nada por lo que luchar. así que, sin decidirlo y sólo por probar, se dejó caer un par de veces. el público ni se inmutó. nadie le aplaudió más que a la domadora de focas, una mujer cuyo único riesgo era que sus animales se equivocaran de trompeta al soplar. el aliento contenido, el alma en un puño, las manos tapándose la cara, las mandíbulas apretadas, la espalda tensa, todo eso había desaparecido de la platea. y él, el hombre pájaro, había dejado de ser alguien que volaba a ser uno más en la lista que usaban sus brazos para colgarse de barra en barra. tenía que buscar una solución.

la vida no se cuenta por las veces que respiras, sino por los momentos que te dejan sin aliento. Will Smith, Hitch (sé que la película no es apropiada, pero la frase sí).

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principio

(escuchando the xx, xx. un disco fácil, dicen algunos)

el planeta era principalmente una gran llanura casi interminable. tenía algunas pequeñas colinas que se compensaban con diminutos valles sin apenas inclinación, y poco más. la tierra era de color rojizo, como si hubieran machacado cientos de ladrillos de barro rojo y los hubieras esparcido desde el espacio. sobre la superficie, esparcidas aquí y allí, se levantaban grupos de estalagmitas de diversos tamaños que nos transportaban al interior de una cueva con las estrellas como único techo. pero lo que más nos llamó la atención, algo a lo que más tarde nos acabaríamos acostumbrando, fue el silencio, el enorme y devastador silencio que pesaba en el aire. no había ni un ruido. nada. sólo la sensación absoluta de soledad que nos impregnaba a través del traje. y allí estábamos nosotros para cambiarlo todo, para estudiar la posibilidad de crear una colonia, para llenarlo todo de viviendas y de familias felices. es curioso como ahora, desde la distancia, me doy cuenta de que sólo nuestra presencia allí, ya era algo fuera de lugar, que rayaba el óleo de su pureza, que violaba su pausa cristalina. el sonido de nuestras respiraciones a través de las máscaras que nos cubrían la cara fue lo primero que rompió la paz que, a simple vista, reinaba en aquella pequeña roca esférica en la que habíamos aterrizado por orden de la compañía. nadie se atrevía a dar un paso más allá de la escalerilla de la que acabábamos de descender. el peso de la llanura roja y quieta nos impedía mover los pies. la radio retumbó en nuestros oídos. vamos, vamos, señoritas, que no están aquí para hacer turismo. muévanse. ya. la voz del comandante nos despertó del lapso de tiempo vacío en el que nos habíamos quedado pausados. ojalá no lo hubiera hecho nunca.

yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Rutger Hauer, blade runner.

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pausa

(escuchando the heavy, the house that dirt built)

soy la chica más sola del mundo. en serio. cuando me levanto por la mañana, no hay nadie a mi lado, ni siquiera puedo poner la radio, porque en la cabaña en la que vivo no tengo antenas cerca, ni repetidores. paso las horas mirando por la ventana, contemplando como crecen las plantas a mi alrededor. soy mi única comida. me alimento de recuerdos y palabras que repito una y otra vez ante el espejo. bueno, de eso y algunas de las hortalizas que hay sembradas en el jardín. no sé quién las plantó ni siquiera si alguien lo hizo, siempre han estado ahí. casi no tengo ni que regarlas, la lluvia se encarga de ello. el agua, la voy a buscar a la pequeña fuente que brota de las rocas que hay al bajar por la ladera. es una fuente extraña. no va a ningún sitio y no parece venir de ningún sitio en concreto, sólo está. hace años que vine aquí. compré la casa más alejada de la civilización que encontré. tanto, que ya ni siquiera sé exactamente dónde estoy. un día, me cansé de no tener nada de verdad, de no ser capaz de saber si estaba viva o sólo era la prolongación de mi cuerpo que la gente quería que fuera. me desperté y sentí que lo único por lo que valía la pena luchar era yo misma, así que decidí desaparecer. después de desayunar, te escribí una carta y te la dejé en la mesa de la cocina. luego vine aquí. y ahora no puedo irme. prometí esperar a que vinieras a buscarme. y aquí estoy, con un reloj y su tictac como única compañía.

si por casualidad espera que me marchite como una hoja y me lleve el viento va a llevarse una gran decepción. Juliette Binoche, chocolat.