(escuchando matti, amumu)
en el pueblo, todo el mundo conocía sus rencillas. llevaban años insultándose, metiéndose el uno con el otro, acusándose de cualquier robo, accidente o desgracia que ocurriera en las calles de aquella pequeña aldea. nunca habían llegado a las manos, pero tal vez lo deberían haber hecho. el odio que se tenían el uno al otro, era mucho más cansino que si una mañana hubieran salido a la plaza a darse de puñetazos hasta que cayera el sol. incluso hasta que volviera a salir. todos sabían que, en el fondo, no ganaría ninguno de los dos. porque ambos tenían la fuerza suficiente como para seguir peleando durante semanas a bofetada limpia. pero siempre hubiera sido mucho más eficaz. porque se hubieran dado cuenta de que, en realidad, esa absurda pelea era un callejón sin salida ni resultado. aunque eso eran sólo teorías, ya que nunca iban a reventarse la nariz con los nudillos, ni a romperse las costillas a patadas (eso era un acto visceral y ninguno de los dos tenía valor suficiente como para terminar con esa contienda), sino que continuarían insultándose, acobardados, escondidos tras los muros de sus casas. unos insultos que, supuestamente, les hacían más fuertes, mejores, más inteligentes, y, sobre todo, servían para que los habitantes del pueblo se decidieran por uno u otro bando. pero había llegado un momento en el que al pueblo le daba igual. con el paso de los años, la novedad de un enfrentamiento dialéctico se había convertido en una rutina aburrida y sin contenido. los seguidores de uno u otro bando se fueron haciendo amigos y prefirieron irse al bar a jugar a futbolín o a las cartas. les veían al pasar, les escuchaban dos minutos o ninguno y seguían su camino. caminaban a su lado un rato y luego dejaban que se perdieran por su cuenta. días, semanas, meses, años. al final, con el tiempo, sólo les apoyaban los que se lucraban de aquella pelea, los corredores de apuestas, los prestamistas, los vendedores de merchadasing. años después, eran solamente dos figuras que daban manotazos al aire e despotricaban sobre las maldaddes del enemigo. por lo menos, servían de atractivo turístico, pensaban algunos de los que aún les sacaban tajada. pero ellos dos, completamente solos, uno a cada lado del pueblo, subidos a sus podios, insultando al contrario para una audiencia invisible, se dieron cuenta de que estaban solos. completamente. así que dejaron sus megáfonos y abandonaron.
Zelig ha dejado de ser un camaleón para ser, al fin, él mismo. sus puntos de vista sobre política, arte, la vida y el amor son honestos y espontáneos. aunque su gusto pueda describirse como de vulgar, es el suyo. finalmente, es un individuo, un ser humano. ya no abandona su identidad para formar parte de algo seguro e invisible que le rodea. Patrick Horgan, Zelig.